lunes, 6 de mayo de 2019

Metallica | Una M y una A

Estadio Lluís Companys, Barcelona


¿Qué es esta sensación gloriosa de caminar sola el eje casi rectilíneamente perfecto entre Plaza de Espanya y mi casa escuchando el Live Sh*t: Binge & Purge? Camino intentando revivir lo recién acontecido, prolongando la intensidad, cantando mirando el eco de mi sombra por calles tantas veces recorridas, observando el conocido vaivén y cadencia de mis pasos seguros, mi cabeza alta y las manos en los bolsillos o tocando acordes en guitarras y baterías imaginarias; acordes que desconozco pero que la vida ha confirmado más de una vez que parezca que sepa perfectamente cómo se llaman. Mirando desafiante al frío viento de una noche barcelonesa de mayo, me pregunto qué es esta sencilla pero desbordante satisfacción y libertad de huir de tu asiento asignado para encaramarte a una barandilla al final de tu sector, a pie de escalera, a las ocho de la tarde y no soltarla hasta casi cuatro horas después; defendiéndola con los pies separados y bien clavados en el suelo acotando, por lo menos, un metro cuadrado de espacio vital. ¿Qué hay mejor que encontrar un lugar en un sitio con miles de personas en el que parezca que estás tú solo ante el sonido, solo ante reiteradas frecuencias de tu imaginario?

Hace unos veinte años, Metallica -y ese S&M- me abrieron las puertas de un universo desconocido, un sub-universo de uno de los que mi madre me había presentado en formas diferentes y anteriores; y también en muchos de sus orígenes e influencias percursoras ya que, cuando ellos se ganaban su merecido lugar en la historia musical, ella estaba ocupada intentando que una niña de pocos años le dejara escuchar a Deep Purple, Uriah Heep, Simple Minds o Dire Straits en el coche. Diez años después For Whom The Bell Tolls sonaba bien fuerte en el mismo coche por decisión conjunta. La vida y sus vueltas. 

Metallica no serán probablemente los mejores representantes para muchos ni del heavy, ni del metal, ni del thrash, ni de nada. Metallica para muchos otros sólo serán un logotipo que han visto infinidad de veces en los lugares más inverosímiles (incluso en camisetas de los imperios textiles más conocidos). Para algunos, sorprendentemente, serán un nombre que no activa ningún tipo de mecanismo cerebral. Y para otros, como yo, es posible que también hayan sido la puerta a la maravillosa heterogeneidad de la "metalurgia". 

En un momento del concierto, James Hetfield reflexionaba sobre lo sorprendente y agradable que es tener a personas escuchando canciones que escribió hace treinta y ocho años. Y sí, es sorprendente. Pero supongo que no hay mejor motivo que ese para seguir haciéndolo. Y esa cifra, esos casi cuarenta años de escenarios, son los que harán que, hasta el día que decidan que las campanas doblen por ellos, merezca la pena quedarse hipnotizado hasta el último segundo después del protocolario reparto de púas y baquetas, de los saludos y agradecimientos de cada uno de ellos, de las pantallas con un mensaje e imágenes personalizados en función de la ciudad. Ese histórico de escenarios mastodóntico es el que consigue que nadie -nadie de los que tenemos un mínimo de respeto por la música- decida moverse hasta que las luces del estadio se enciendan confirmando oficialmente el final. Cuando alguien es un profesional del escenario, cuando uno entrega lo que hace a ese espacio y lo lleva haciendo prácticamente toda la vida, ni la pésima acústica en la distancia del Estadi Olímpic puede ensombrecerlo. 

Gran despliegue de festival, una M y una A presidiendo el escenario. Esa M de estrella ninja, de grafiti de mesa, de recurso fácil de dibujar para buscar camaraderia musical. Hay que tener mucho valor para ser teloneros de un grupo así. Pero aún con este pequeño hándicap, y sin los mejores ajustes acústicos, Ghost presentan un directo interesante. Tampoco especialmente cautivador en estas circunstancias -y distancias- pero correcto. Seguramente, este, no era el momento. 

It's A Long Way To The Top de AC/DC, como en ocasiones anteriores, anuncia los minutos antes de apagar las luces y, casi doce años después de aquel primer segundo personal, vuelven a apagarse con Ecstasy of Gold. Ecstasy of Gold y una marea de pantallas luminosas. Es desoladora la desconexión global que se siente cuando un alto porcentaje del personal que te rodea está más interesado en retransmitir en directo lo que está viviendo en lugar de estar en el absoluto presente. 

"Mira al frente", me digo. Y me concentro desde ese momento únicamente en defender con pies firmes y manos agarradas a los barrotes mi metro cuadrado de universo donde lo único que existe e importa soy yo, Metallica, una M y una A que cambian de color y los efectos en mi cerebro de frecuencias conocidas y desconocidas. Evitando, como bien puedo, escuchar las conversaciones que me rodean de banalidades absolutas de personas que, asumo, han pagado por la entrada algo más de lo que cuesta pasar la tarde en un bar o en los aledaños del recinto escuchando música de fondo. 

El viento, y la falta de replicas suficientes de altavoces, hace que el fondo del estadio quede ciertamente excluido del sonido más nítido que, espero, se pudiera percibir desde la mesa de sonido. Hardwired abre el espectáculo; y es una buena prueba de fuego. Una canción para mi, más o menos, desconocida. Y aún desconocida, aún sin ese lugar y surco tallado en el recuerdo acústico del cerebro, suena muy bien. Desde esa objetividad certificada que da el desconocimiento sonoro, el metro ochenta y cinco de Hetfield se planta con su característica pose, uno de los elementos que lleva casi cuarenta años otorgándole la gran personalidad escénica que tiene. La fuerza, la energía, la voz, la guitarra. Él. Y ante eso, ante esa seguridad y contundencia escénica, por suerte, los pequeños avatares del sonido -y los vecinos, sobre todo los vecinos- en ubicaciones más desafortunadas se convierten en minucias y lo único que importa es la música. 

Imagino que no es fácil hacer un setlist, menos aún llevando tanta carretera a las espaldas. Inevitablemente, ver a Metallica implica volver a ver un cincuenta por ciento -¡o más!- del setlist que vieras la última vez (aunque hayan pasado diez años desde la última vez que los viste, como es mi caso). Pero aún así, cuando suena The Thing That Should Not Be o Frantic (!) sabes que ese es el pequeño "tic" que hace la diferencia. No haber tocado esas canciones desde hace muchos años, por pequeño que sea, es uno de los motivos que hace que valga la pena estar ahí en ese momento irrepetible. Momentos así son los que me han hecho más de una vez -y las que, supongo, quedarán- seguir giras; los mismos momentos que otros, pudiéndolos hacer únicos, eligen, voluntariamente, hacerlos rutinarios. 

Desde mi parcela, este es el concierto de Metallica que más he disfrutado de las cuatro veces que los he visto: con aire que respirar, con frío, sin vecinos demasiado cerca. Hetfield y yo. La M, la A y yo. Yo y veinte años de música que me han acompañado en una extensa colección de vicisitudes. Y sí, siempre que pueda, volveré. Y esto, a pesar de la cantidad de conciertos de mi historial y de tanta música tan diferente que venero y utilizo reiteradamente como endógena fuente de todo tipo de "-inas", no es algo pueda decir tan a menudo. 

No sabría si aventurarme a afirmar que ver a Metallica es una experiencia para todo el mundo que aprecie la música sin saber con seguridad si el sonido era mejor en un lugar más adecuado pero, desde la perspectiva que dan un historial de cuatro experiencias suyas, creo que puedo atreverme y no equivocarme. 

Eso sí, quizás la próxima experiencia la valoro en un lugar donde la gente tenga más respeto por la música, pagando lo que hayan pagado por la entrada. Y que, sea cual sea el desembolso que hayan hechos, no sea Enter Sandman, por desgracia y con toda la tristeza que pueda expresar, la única canción que los levante en masa de sus asientos. Ni tampoco lo sea la anterior: Nothing Else Matters. Ambas, como no, con riadas de pantallas (en paz descansen los mecheros). Sinceramente creo que cualquier persona que le gusten Metallica desde un lugar similar al que me gustan a mi, si todo se acabara cataclísmicamente mañana, jamás elegiría estas dos canciones como epitafio. Los vecinos incómodos, seguramente sí.

"Take a look to the sky 
just before you die,
it's the last time you will"
 - "For Whom The Bell Tolls", Metallica.


PD: Al acabar de escribir todo esto me doy cuenta que hoy era el día de la madre y que, casualmente, la M y la A que presidían el escenario son las iniciales del nombre de la mía; y repican las campanas.